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El Chino López


Pobrecito. Lo fue a abandonar a nuestra puerta un chino de esos que levantaban vías por todo el norte del país y que no quiso reconocer como hijo suyo. Ni cómo discutir con el oriental, si el chamaco hasta el ojo claro tenía, y amarillo no era ni de los hongos de las uñas de los pies. De chino tenía lo que yo de conde rumano. Pero el pobre se empecinó en ser chino (Y se le iba a los karatazos al que lo negara). Aprendió algo de mandarín y cómo hacer su propio chop suey. Bueno para los guamazos, eso sí. A veces yo lo usaba como guardaespaldas cuando iba al banco del pueblo. Y tenía nueve años apenas.
De grande, se alquilaba como sacaborrachos y doble de películas mudas de kung-fu, pero su mal genio siempre le hacía perder la chamba o terminar en el bote. Ahora, en su versión fantasmagórica, toca los tambores.



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